jueves, 13 de septiembre de 2007

La Madre


En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo y grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas.


A la luz fría del amacecer, iban por la calleja sin empedrar hacia los altos jaulones de la fábrica, que les esperaba, segura, indiferente, alumbrando el fangoso arroyo con sus decenas de ojos cuadrados y grasientos. Chocleaba el barro bajo los pies. Resonaban voces soñolientas en roncas exclamaciones, groseras injurias rasgaban el aire con rabia, y una oleada de ruidos diversos venía al encuentro de los obreros: el pesado jadeo de las máquinas, el gruñido silbante del vapor. Sombrías y severas, destacábanse las altas chimeneas negruzcas, que se alzaban sobre el arrabal como gruesos mástiles.


Al anocher, cuando se ponía el sol y sus rayos rojos brillaban sin fuerza en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba gente de sus entrañas de piedra, como si fuera escoria, y los hombres, ahumados, negros los rostros, centelleantes las dentaduras hambrientas, volvían a pasar por la calle, dejando en el aire el persistente olor de la grasa de las máquinas. Entonces había en sus voces animación y hasta alegría; habían terminado los trabajos forzados de aquel día; la cena y el descanso les aguardaban en casa.


La fábrica se había tragado una jornada más, y las máquinas habían succionado de los músculos del hombre cuantas fuerzas necesitaran. El día habíase borrado de la vida, sin dejar rastro alguno; el hombre había dado un paso más hacia la sepultura; pero veía cerca, ante sí, el gozo del descanso, los placeres de la taberna llena de humo, y estaba satisfecho.


Máximo Gorki

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